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Descubre las apasionantes aventuras de un grupo de amigas en el S. XIX

miércoles, 21 de julio de 2010

Libro de Anne


El sonido de la lluvia golpeando los adoquines de las calles de Londres ocultó el fuerte portazo que sufrió la puerta del número veintiuno de la avenida Picadilly. Los demás habitantes de la ciudad no vieron a la oscura silueta que corría a un ritmo desesperado por las calles, sin rumbo específico, intentando desdibujarse con las sombras de la ciudad. El agua que caía del cielo se mezclaba con sus lágrimas y le impedía ver con claridad. Una dama, que subía a su carruaje ayudada por su lacayo, recibió un empujón que la hizo trastabillar, y sin embargo, no recibió la conveniente disculpa. Miró indignada a la silueta que se alejaba empapada, sin reparar en ella, con una capa oscura ondeando tras de sí.
- ¡Será grosero! – exclamó con soberbia, mientras recogía las faldas de su vestido y subía al carruaje por sí sola.
Aquella figura apenas había notado el golpe, al igual que no se daba cuenta del frío, el cansancio y la humedad que atenazaban su cuerpo.
Decenas de frases y sentimientos se arremolinaban como un torbellino en su mente, dejándola aturdida. Pero, poco a poco, un solo sentimiento se abrió paso dentro de ella. El dolor que provoca la traición. Una traición que había llegado sin ser esperada, de la persona que más admiraba. No recordaba muy bien como había comenzado todo, quién grito primero, quién fue el primero en empezar a revelar secretos del pasado, enterrados en el tiempo, que para ella habían abierto una brecha que ya no podría volver a cerrarse en los sólidos muros que habían constituido su vida. Nunca más volvería a formar parte de la familia, no como antes. Ya sabía por qué su madre la había dejado siempre al cuidado de una criada y se había mantenido más fría que con el resto de sus hermanos. Aunque, en realidad, ya no tenía porqué volver a llamarla “madre”, al menos dentro de la familia. Sus palabras le seguían acuchillando el corazón cada vez que las recordaba. “¡La he tratado siempre como una hija, todo lo he hecho por ti, y ahora, me traicionas llorando su muerte!”. El silencio de su padre había sido toda la confirmación que necesitaba. Pero no todo había acabado ahí. “¡Esa bastarda sin nombre, la hija de una sucia prostituta! ¡Sólo tú podrías haberte atrevido a pedirme que la albergara bajo nuestro techo y dijera a todos que era mi propia hija! ¡No es más que el fruto de tu vergüenza!”. “No fue más que una noche... – había respondido él – ni siquiera la he vuelto a ver, hasta que hoy me han llegado estas tristes noticias…”. En ese momento había sido cuando sus pensamientos se habían descontrolado, y sus pies se había movido por voluntad propia, lazándola a una carrera por las frías calles de Londres, en las que se había convertido en una espejismo de lo que antes creía haber sido en realidad, ahora era alguien totalmente desconocido hasta para ella misma. Un carruaje pasó a gran velocidad por su lado, levantando una cortina de agua que cayó encima de ella, pero apenas lo notó, ya que para entonces estaba calada hasta los huesos.
Volvieron a resonar en su cerebro las duras palabras de quien hasta entonces había considerado su madre. Sin importar su comportamiento, esa mujer había sido un pilar importante en su vida… hasta ese momento en el que todo cariño que sentía por ella había quedado roto por las crueles palabras que le había dedicado, llenas del rencor que había estado alimentando durante sus dieciocho años de vida.
Bastarda… hija de una sucia prostituta… fruto de la vergüenza… esas eran las únicas palabras de cariño que le había dedicado desde hacía bastante tiempo, pensó con amarga ironía.
Sus pies chocaron con algo duro que la hizo tropezar y caer al suelo. Instintivamente colocó los brazos por delante para protegerse la cara. Al impactar contra el suelo no tuvo fuerzas para volver a levantarse. Podía permitirse un breve momento de debilidad, sólo sería un segundo.
Un carruaje negro se detuvo justo al otro lado de la calle, un lacayo vestido impecablemente con un uniforme azul y plata bajó de un salto del pescante y abrió la puerta con presteza. Una figura alta esperaba sentada a que bajara los escalones, y apoyando una de sus manos enguantadas en la del lacayo descendió hasta que sus pies tocaron el suelo. La figura abrió un paraguas negro, y con mucha seguridad empezó a caminar lentamente hacía donde la muchacha se encontraba. Con cada paso que daba se escuchaba el sonido de los tacones contra el suelo mojado, la muchacha levantó la cabeza para observar a la persona que se acercaba a ella. Su mente parecía querer decirle que conocía a esa mujer de cabellos dorados, porte elegante y esbelta figura, que se había detenido, pero no llegaba a recordar de que le sonaba su cara en el caos en el que se había convertido su mente.
Sin previo aviso la mujer se agachó, y cogiéndola de la muñeca tiró de ella hacia arriba, obligando a su cansado cuerpo a ponerse de pie. Cuando se atrevió a mirarla a los ojos, unos fríos témpanos de hielo la atravesaron. Describiendo un arco, la mano de la mujer golpeó su mejilla, como en un sueño, el sonido que produjo el golpe sumado al lacerante dolor que sentía en el lado izquierdo de la cara, hicieron que algo del estupor en el que estaban sumidos su cuerpo y su mente se evaporara. La chica llevó su propia mano hacía la mejilla lastimada y entonces sí que pudo reconocer quien era la persona que se encontraba frente a ella.
- Jaqueline D’Lincour…
- No me llames de esa manera - dijo Jaqueline con ira contenida.
- Me decepciona tu actitud, siempre has sido fuerte pero te acabas de comportar como una niña malcriada. Sea lo que sea lo que haya pasado, no justifica tu comportamiento – replicó la mujer con fría serenidad.
Después, inclinó la cabeza a un lado mientras dibujaba una sonrisa en sus labios.
- Además nunca estarás sola, nosotras siempre estaremos aquí para ayudarte.
Jaqueline se dejó caer en los brazos de su amiga abrazándola fuertemente, y ésta, aunque después nunca lo reconocería correspondió a su abrazo.
- Evelyn…
En las sombras del carruaje otras tres figuras se levantaron, y bajaron a toda prisa sin prestar atención a la mano del lacayo que quedó colgando en el aire en un intento de ayudarlas. Corrieron hacía las dos mujeres y las rodearon abrazándolas.
Una vez instaladas en el carruaje, Jaqueline pasó a relatarles lo que le había sucedido.

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